Por: Diana Leticia Nápoles Alvarado.
Comunicación. Sexto semestre.
–Un día vas a terminar odiándola, vas a querer que se vaya, pero le has pedido tantas veces que no lo haga, que sinceramente no te entiendo.
–Tú ni sabes, mejor cállate.
–Es que en serio Bernardo, ella no sabe lo que quiere, y tú nomás rogándole como si no hubiera otras.
–Mira Emilio, eso es cuento mío, ¿tú de qué te preocupas?
–Es que nada más de verte con esa cara, antes siempre andabas alegre, te reías de todo, por algo te decíamos ‘el simplón’, ay Bernardo, ya olvídate de esa mujer.
–Ya déjame, tú nunca entenderás lo que Magdita es para mí.
Bernardo camina encrespado hacia su habitación. –Esa mujer me está haciendo lo que yo le hice a tantas, pero ni crea que voy a andar de rogón. Ya veremos quién le ruega a quién… Ay Magdalenita, si no estuviera usted tan bonita.
Mientras tanto, en la casa de Magdita.
– ¿Y la Magdalenita dónde anda?
–Pues no dijo a dónde iba. Nomás se salió y dijo “orita vengo”.
–A qué muchacha.
Magdalena camina entre los aparadores del centro de la ciudad. El ruido de la gente la ensordece.
–Ay madrinita, no sé qué comprarle.
–No se apure Magdita, lo que le lleve le va a gustar.
–Un pastel, no, no. Entonces, un sombrero, no, este hombre no es de esos. Bueno, un perfume… Y por qué tendría que regalarle algo, si no ha hecho nada para merecerlo.
–Magdita, no sea rejega. Él es un buen hombre, a ver dígame, dónde va a hallar otro así.
–¿Me está insinuando que si no aprovecho me voy a quedar de ‘solterona’?
–Hombre, niña, nadie a dicho eso. No le digo.
Sigue recorriendo las tiendas, por más que busca no ve nada que la convenza. Y en silencio piensa –No tener nada, más que ese par de palabras desgastadas, palabras de cabaret que se dan sin esfuerzos, como un improperio al viento. Nada; ni una frase original, ni una idea nueva, ni otra alegría que la que se improvisa de vez en cuando… Ojalá lo viera dentro de dos días para inventarle al menos algo que no haya visto.
–Magdita, ya decídase que dejé la comida sin hacer. O dígame si se va a tardar para regresarme de una vez.
–Sí madrinita, mejor váyase porque no me ha gustado nada, y no me voy a ir hasta que encuentre algo que me llene el ojo.
Y así la madrinita se despidió sin más. Magdalena estaba cansada, pero no iba a regresar como había llegado. –Magda, la amiga fiel, la gata inmunda que tiene que tragarse su orgullo con tal de estar bien. Pero qué mala manera de afrontar su ausencia –pensó.
Magdita era la mujer del status quo, de la complacencia eterna, la que no habla de frente sin tener que bajar al menos la intensidad de su mirada. La tarde se caía en los árboles, así que compró aquel reloj de pulsera plateada antes de regresar. Lo pidió envuelto con papel sin letras ni dibujos.
–Magdita, llegó una carta para ti.
–Ahora bajo.
El sobre olía a albahaca, ya no dudaba de quién era. Después de todo, ahora sí le daba gusto recibir una carta de él.
Magda:
Éste es el paraíso que dejaste olvidado en un bolsillo desde aquella noche, ésta la dicha que jamás conocerás. Éste es un aire que se sabe ajeno a tu forma de mirar, y éste el tiempo que ya no te pensará.
Éstas son las ansias que en ti no se saciarán, las verdades que dejarás de escuchar y los contratiempos que por fin desaparecerán.
Estos son los pasos que no te seguirán, aquellos que no recorrerán tus dominios en busca de libertad. Ésta es la voluntad que ha empezado a recobrar su antigua potestad, su fuerza y su realidad. Es ésta la vida que ya no te esperará, y la que, desde hoy, ni siquiera te soñará.
Ahora eres un silencio que se va apagando en mis palabras. Un silencio que se desparrama y crea sus propios cauces, que se hunde hasta el fondo del vacío de soledades, donde todo morirá suspendido en la incertidumbre de la que fue una verdad complaciente. Sólo entérate de quién soy desde hoy.
B.R.
Magda cierra el sobre de nuevo y lo rompe. Tiene el ánimo reprimido y prefiere no darle el gusto de llorar por él. Entonces se arremanga el orgullo y camina firme hasta donde está el reloj, lo ve con detenimiento mientras se muerde el labio, no hay marcha atrás, no señor. Y allá va la caja con todo y envoltura contra la pared, pero como lo envolvió en un trapo, el golpe no se escuchó abajo.
–Magdita, ¿y siempre qué compró?
–Nada madrinita, nada. No hay nada para ese hombre. Ya ni me pregunte.
Su madre y su madrinita no dijeron nada, sólo la miraban de reojo mientras terminaban de hacer la cena. Magdita estaba callada y se notaba que no quería responder preguntas de curiosos.
Emilio llegó a casa de Bernardo muy despreocupado, sabía que ahora sí le haría caso.
–Bernardo, vente con nosotros, te voy a presentar a unas amigas que ni te imaginas, están como quieren. Ya olvídate de la Magda, yo creo que ya ni quiere verte, en serio, me lo dice la intuición.
–Nombre, qué bueno que veniste, quería enseñarte algo, le mandé un recado a la Magdita, yo creo que ahora sí va a venir a mi cumpleaños.
–¿Cómo? ¿Ya se lo mandaste? –Emilio se agarra el cabello algo alterado. –En la torre.
–¿Qué dices?
–¡Nada! Y, ¿qué decía el recado ese?
–Apenas ahorita lo puse en el correo. Ya verás mi buen amigo, ya verás como viene y me alegra el corazón de nuevo. –Bernardo le extiende un papelito arrugado. –Mira:
Vuelve…, al menos a decirme que ya no estarás, o a cantar en silencio el último vals… Vuelve y exclama mi nombre al viento, déjalo correr hasta mis oídos y preguntar por ti otra vez, que te exhale en cada pensamiento. Vuelve Magdita y destierra de una vez esta soledad.
Tuyo: Bernardo, tu fiel enamorado.
–¿A poco no está bonito? Si todo sale como espero, le voy a pedir que se case conmigo.
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