Por: Diana Leticia Nápoles Alvarado.
La cuartilla resume su vida, o su vida puede resumirse en una cuartilla. El intento de la vida, la vida en el intento.
La mujer tenía puesto un vestido largo. Su rostro yacía macilento sobre la sombra del paraguas. La lluvia estaba arreciando, pero ella no tenía intenciones de abandonar aquel lugar, allí se sentía tranquila, rodeada del aire que la vio nacer.
Ésta es la cuartilla más lenta de su vida y la más complicada también. Ella piensa que no tiene por qué ser así, pero sabe que será inevitable. Su vida comienza por el deletreo de las sílabas de cada palabra, y se detiene en cada letra como si nunca más pudiera pensar en ello.
El paraguas sigue abierto, siente caer la lluvia en la palma de la mano. Agua fría. Un estremecimiento le recorre los brazos, el cuello, la espalda, y otra vez ese golpeteo en el pecho…, se siente caer de nuevo.
Cae en el papel de su propia cuartilla, ha tropezado con una de sus comas; nunca terminará de huir, ha prolongado su caída, que se hace cada vez más reacia, no quiere darle fin. Sabe que cuando termine tendrá que hacerse cargo de todo otra vez. Así que prefiere caer indefinidamente, sin esperar llegar al final de ese inexplicable vacío que se unta en sus pensamientos mientras cae.
El paraguas está roto, el agua le ha comenzado a caer en el cabello, en los hombros, se le escurre por los brazos y llega hasta el suelo; ella cae junto con las gotas que le humedecen los pies, pero no se inmuta, sabe que el término de su caída depende sólo de ella, sabe que seguirá prolongándola, que no se detendrá por esas gotas, ni por la lluvia más persistente de recuerdos.
La cuartilla va haciéndose cada vez más ancha, los márgenes se encogen, las palabras se atascan y las letras se empalman. Piensa en que cuando el paraguas se rompa deberá regresar, intentar una vida, deshacerse de la incertidumbre que acompaña al silencio, porque en cualquier momento va a escampar, cesará el ruido y la memoria dejará de pensar en esos círculos que van haciéndose cada vez más pequeños.
Mira el árbol frente a ella, lo ve mecerse, encorvarse maltratado, mira su tronco. Entonces se imagina enterrada en su lugar durante toda una vida, sin terminar de caer jamás; se imagina sola, atravesada por el agua, sintiendo pasar las primaveras por encima de ella, sin detenerse a llenarla con sus retoños.
Ahora sus ojos están secos, pero sus recuerdos siguen prendidos como brasas. Vuelve a ver sus pies para asegurarse de que no está clavada en ningún lugar, que puede correr y apartar el tiempo en cuanto lo quiera. Camina unos pasos, piensa en las raíces del árbol, en sus ojos secos y en el agua que le cae en los brazos.
A veces piensa en el principio de la cuartilla, piensa que nunca la vio comenzando en blanco, que nunca estuvo segura de ser ella quien puso la primera palabra, y oye como en eco aquel instante en el que quiso dejar de caer, creía que sería sencillo, pero no lo logró. Ahora prefiere pensar que bastaría con decidirlo, aunque su certidumbre haya crecido sin semilla.
Tiene los pies helados, los hombros desnudos y el recuerdo como un vagabundo en busca de un lugar para reposar; ahí está el caballo en el que cabalgó por la playa, ahí estaba sentada sobre la fragilidad de su lomo mientras el mar azotaba su cuerpo; el mar con su fuerza la hacía recordar con más viveza el momento en que decidió empezar a caer, cuando prefirió no concluir nunca esa línea, no escribir una letra más, ni un punto, ni pensar en un desenlace.
Su tintero sigue estando allí, tiene las manos mojadas, el paraguas destrozado y sus pies están sintiendo la arena de aquel mar que se pierde entre los pasos del caballo. Mira el cielo y piensa que la lluvia no va a terminar.
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