martes, 19 de febrero de 2013

Prologo de mitos


Prólogo:
Mitos
«No tiene importancia, sus alas son demasiado pequeñas, incluso resulta simpático». El aire obsequioso de aquel dirigente contrastaba con la respiración agitada del soldado que trajo la noticia de la fuga. «Son como canarios en su jaula de oro, y se creen señores del mundo». Su aliento sereno alivió el corazón de las tropas cabizbajas. Adán y su mujer no tendrían oportunidad frente a al destino dictado por el regente Weiss. La orden fue dada, «Vayan por ellos».
Un desfile de pies levantó la tierra de aquel mundo distante, semejante a los desfiles que se celebraban cada primavera desde Leben hasta Edén, con motivo de las cosechas. Qué ironía, justo por ese camino pasaban las risas marchando con flores en las manos; ahora en cambio eran escudos con espadas, y sonrisas rotas, como si aquello fuera el mal reflejo de un espejo resquebrajado. Era un escenario tan distinto pero a la vez ya tan visto, como si las mismas suelas hubieran levantado el mismo polvo, y azotado el mundo una y otra vez, infinidad de veces, hasta la eternidad. Con seguridad esto también era parte de su plan, de su gran juego. Aquel indomable rey haría que sus peones buscaran a un Adán enrocado, y luego el sometimiento, la manipulación, la civilización, la historia del mundo, y lo demás.
Claramente se trataba de una persecución, y los soldados no tardarían en encontrar a la pareja antes mencionada. Como la tierra misma, tembló una voz de mujer: «¿Estás seguro?», sus manos pérfidas listas para destruirlo, pero los ojos fieles a su mirada. «Si hacemos esto se acabó, nunca nos volveremos a ver».
«Nos encontraremos de nuevo, estoy seguro». Adán pasó la punta de sus dedos dulcemente por sus labios, y de alguna forma escribía una promesa en su corazón, un permiso de faltarse por un tiempo para reencontrarse otra vez, como un poema que duraría por muchas generaciones después de su muerte. Entonces pintó su nombre en sonido por última vez, con una expresión entre el dolor y el cariño:
«Lucía».
Aquel nombre era como una hechizante melodía, una canción que permanecería a través de la historia cantada por ángeles prometeicos. En cuanto a Adán, su sangre sería derramada entre todos los hombres, sobrepasando el alcance de su propia existencia, era todo un Prometeo aceptando su exilio del paraíso terrenal, con la esperanza de que las futuras generaciones utilizaran su fuego.
«Aunque yo muera no voy a desaparecer, ya lo sabemos muy bien. Además no tenemos otra opción, esta es nuestra última resistencia contra Weiss. Estamos lanzando una piedra en el estanque, seguramente las olas del tiempo nos volverán a unir, incluso más profundamente». Dicho eso, en lugar de llenar su corazón con angustia, Adán y Lucía recordaron su primer encuentro. Se conocieron precisamente en un desfile de Edén; ese día las flores estaban particularmente fragantes, pero ninguna tan hermosa como Lucía.
En un solo movimiento, Lucía clavó su mano en el estómago de Adán, y al brotar su sangre fue como si estallaran diez mil millones de estrellas en el vientre del universo, abriendo diez mil millones de páginas, desatando diez mil millones de posibilidades. Sí, seguramente se encontrarían otra vez.
Gigantes paredes de hierro galvanizaban aquel escenario: el refugio de Adán y Lucía se había convertido en una fría tumba de metal. Un dolor inconsolable asaltó a Lucía, quien se echó al piso profiriendo berridos animales, eran sonidos inconfundiblemente inhumanos, dolorosos, deprimentes. Las lágrimas le ardieron al salir de los ojos y quemaron sus mejillas, su cabeza estaba insoportablemente ligera y llena de nada, llena de viento, como si fuera a reventar en ese mismo lugar. Y apenas su corazón se violentaba a galopar, cuando dos soldados la arrebataron por la fuerza del cuerpo de Adán. Los soldados la sostuvieron, todavía llorando, frente a la providencia de Weiss.
«Pero qué corta de vista, Lucía». Era como si nada hubiera ocurrido para él. Sus ojos miraban hacia otros mundos más allá del horizonte, ignorando las lágrimas, la sangre, y la muerte. Weiss siempre ignoraba los hechos y degustaba el panorama. «Sabes que esto no cambiará nada. Más aún, este no es tu deseo, pero si ésta es tu decisión, con gusto te ayudaré a cruzar la puerta».
Alzó la mano hacia ella con un gesto elegante, la palma suavemente abierta hacia arriba como en un brindis. Con un chasquido de sus dedos terminó la vida de Lucía, quien de la nada cayó al suelo inerte como un títere. Pero esto apenas era el comienzo de todo. Mientras ambos cuerpos nacían hacia la muerte, una historia los esperaba más allá de las Hespérides. «Amada en el amado transformada. Ahora pueden volar hasta que sus alas lo permitan». Una bruma tan azul como los cielos de verano se puso sobre sus cabezas, y el resto son páginas perdidas de la historia.

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