“Fausto juega a los dardos”
Ejercicio del taller de literatura (una nana mata a un bebé)
Por: Raúl Blackaller
Me resulta extremadamente doloroso narrar lo que aquí escribo por lo que en ocasiones interrumpiré el relato para tomar aire antes de seguir. Todo comenzó por un nombre, algunos dirán que nombre es destino, pero para mí resulta algo más superficial, ¿por qué le dan tanta importancia a un nombre? ¿Podrá ser algo más que un simple apelativo para distinguirnos de los demás mortales? Muchas veces he escuchado el clásico ¿no te llamas Mónica? Es que tienes cara de Mónica. Los nombres podrán tener una cara específica o es que el nombre define la historia. Si me llamo Merlín ¿estaré determinado a ser mago o hechicero? En fin he aquí mi historia.
Me casé joven con una buena mujer con la que tuve familia inmediatamente, sin embargo, nunca fui de los hombres que desean desesperadamente un bebé, pero cuando lo tuve en mis manos la ternura de aquella criatura indefensa, me desbordó un marasmo de sentimientos que se reflejaron en pequeñas y tímidas lágrimas. Por aquella época leía Fausto así que imponiéndome ante una férrea oposición de mi esposa y suegra logré registrar a mi bebé con el nombre de Fausto (la oposición de mi osculosa suegra provocó que mi necedad fuera más parecida a un berrinche infantil). Pronto la familia se acostumbró al nombre y para hacer más evidente y cruel mi capricho no dejé que le pusieran un segundo. Quedó simplemente en Fausto. Mi acerba suegra se empeñaba en llamarlo con otros nombres también en una necedad infantil pero acepté que lo llamara por el meloso diminutivo: Faustito (ahora que lo escribo resulta tan ridículo e incómodo, como si alguien resbalara sus uñas por el vidrio de mi ventana haciendo un insoportable agudo ruido). Yo orgulloso no perdía la oportunidad de llamar a mi hijo por su nombre.
Por azares del destino y espero que no por una horrible e inoportuna maldición (como no se cansaba de decirme mi insectívora suegra, por aquello de lo que el nombre representa), pero lo cierto es que desde que Fausto fue Fausto una concatenación de sucesos maléficos asolaron a mi familia por un tiempo inoportunamente largo de los cuales solamente mencionaré los más trascendentes. Primero una impersonal crisis que ensombreció al planeta entero, fui despedido de mi cómodo y bien pagado trabajo como contador de una gran compañía que a final de cuentas tuvo que cerrar. Así que mi vida cambió por completo, por esas épocas fue muy difícil mantener el nivel económico que estaba dispuesto a ofrecerle a mi familia. Tuve que vender la casa, siempre se dice que los bienes son para remediar los males. Nos cambiamos a una casa de renta mucho más pequeña e incómoda. Esperaba acostumbrarme pronto e inmediatamente me dediqué a buscar trabajo, al igual que mi esposa.
No está de más mencionar que mi conspicua suegra no se cansaba en recordar mi desgracia y su oposición a que su bien amada hija trabajara, yo no estaba en posición de limitar a mi esposa en su decisión, pues la verdad, el futuro se veía muy nebuloso. Ni la mejor pitonisa podría predecir algo concreto y seguro en medio de ésta indefinible crisis.
Pudimos encontrar trabajo los dos, pero nuestros sueldos juntos eran ni la mitad de lo que ganaba anteriormente y tuvimos que ajustarnos y limitarnos en nuestros gastos. Cada mes nos dedicamos a hacer presupuestos, es decir, actos de prestidigitación para hacer que nuestras quincenas alcanzaran. Un tiempo nuestro Fausto era cuidado por mi viperina suegra (a pesar de todo aprecié el gesto), ella se había ofrecido amablemente a cuidarlo, todavía resuena esa chillona voz en mi cabeza: —Como ustedes han decidido abandonar a su hijo YO lo cuidaré para que sea un niño de bien. Pero pronto a ella también le empezó a alcanzar la sombra de la casualidad (según yo) o de la maldición (según ella). Mi suegro que, desde que se jubiló, se había convertido en un mueble más de la casa tuvo un terrible accidente mientras regaba las plantas del jardín (su ocupación más importante desde que se pensionó de ser ejecutivo de aquella transnacional), con el agua derramada cayó con toda su humanidad, que no era algo despreciable, sobre el triciclo de Fausto quebrándose algunos huesos. La gritería y la superstición de mi cenotafia suegra convirtieron un accidente en una superchería terrible, mientras la familia se alegraba de que hubiera sobrevivido. Mirando a Fausto como quien ve al mismo demonio comenzó a poner pretextos varios para ya no cuidarlo.
Ya encarrilados en la clase obrera mi esposa y yo no tuvimos más remedio que sentarnos a hacer trucos del mejor ilusionismo, es decir, un nuevo presupuesto y logramos contratar una nana. Yo sé que hubiera sido más fácil llevar a Fausto a una guardería pero también por esa época todos nuestros amigos nos implantaron un fundado temor ante esos aparcamientos infantiles. Lo malo es que nunca proponen una solución… como que ellos se ofrecieran a cuidar a Fausto, mejor hubiera sido que dijeran: —no lo lleves a la guardería mejor yo lo cuido. Pero cobardes como son primero nos azuzan el miedo y después se hacen atrás chiflando una tonta tonada de alguna pegajosa canción.
Cuando pienso en una nana me vienen a la mente esos míticos personajes ingleses de sombrerito y maletín, una señorita de edad con prominentes pechos y rostro de escasa amabilidad, pero teatralmente corteses. O en todo caso a la siempre entrañable Mary Poppins que alegra la vida de todos y levanta la habitación de los niños con magia al ritmo de supercalifragilistico espialidoso... o algo así.
Yo buscaba una niñera joven pero mi esposa en un arrebato de bruja de Blancanieves ante el espejo mágico se negó rotundamente. Así que contratamos a una niñera más parecida a una nana inglesa con exceso de todo, pero sobre todo de antipatía. Trajo el maletín pero no el sombrerito. Su nombre era Espiridiona Decilla y Mier, con ese nombre es normal que nos aclarara: —Pueden decirme Seeñoriita Espiridiona, vengo de la isla paradisíaca de Cuba y estoy calificada para el trabajo. Alzó la nariz como si fuera algo que presumir (habría que dilucidar si presumía el inmaculado estado, el nombrecito o su experiencia con los niños). Mi rostro se iluminó de pronto con una leve sonrisa que acabó en un incontrolable ataque de risa cuando en la noche mi esposa y yo comentábamos sobre los aspectos del día. Le dije que se imaginara sus apellidos invertidos y en lugar de ser Decilla y Mier fuera Y Mier Decilla… Ría usted amable lector porque para mí ya no es tan hilarante.
Hubiera sido necesario preguntarle a Fausto qué opinaba sobre su nueva nana, pero la familia no es una democracia, es más bien algo parecido a una dictadura. Para ese tiempo Fausto ya tenía 4 años e iba al kinder, pero sus proletarios padres trabajaban hasta tarde por unos mendrugos de pan.
Liberada de la responsabilidad, mi linfática suegra, aprobó la decisión de buscarle una nana a Fausto. Desde entonces la vimos poco, es que definitivamente Dios ha de haber encontrado alguien más con quien ensañarse.
La señorita Espiridiona parecía no quejarse de su encargo, pero en las noches que llegábamos la veíamos muy cansada, Fausto era un niño inquieto y creativo (eufemismos para decir que era un implacable desmadroso) producto, seguramente, del cuidado de su dionisiaca abuela.
Todo parecía estar tranquilo cuando una noticia volvió a cimbrar la estabilidad familiar, mi esposa estaba nuevamente embarazada. Intenté por todos los medios alegrarme ante la noticia, pero ya me parecía excesivo regresar al faquirizante presupuesto, habría que recortar algunos lujos, ¿lujos? A estas alturas lujo era fumar un cigarro al día, por supuesto la nana resultaba una excentricidad, pero la conservamos ya que no podíamos hacer otra cosa.
La señorita Espiridiona resultó una mujer enérgica y firme, parecía ser justo lo que Fausto necesitaba, al menos en ese aspecto nos encontramos tranquilos y el embarazo de mi esposa resultó de lo más normal. Pero comenzamos a notar algo raro, durante algún tiempo sospechamos que la señorita Espiridiona bebía mientras Fausto estaba bajo su cuidado.
Cuando les contamos a nuestros amigos nuestras sospechas, una de ellas, mujer por demás imaginativa, narró una historia sobre una niñera que bebía la sangre de sus cuidandos cuando los padres no estaban. Otro un poco más viajado (en avión y en hierba) contaba como en Cuba había visto sangrientos rituales con sangre de niños. Esa noche no dormimos tranquilos, pero teníamos que guardar la calma y no aventurarnos antes de tiempo.
Cuando María nació resultó una niña tranquila pero otra vez poco tiempo tuvimos para verla. La señorita Espiridiona tuvo que hacerse cargo casi desde el principio. No sabemos si sugestionados ya con las historias de nuestros amigos, la vimos más alegre de encargarse de la niña y no pidió aumento de sueldo. Volvimos a nuestra asalariada realidad. Fausto se volvía un niño cada vez más retraído, lo que atribuimos a los celos por el nacimiento de María. Ya se le pasarán, pensamos.
Un día descubrimos que María presentaba una herida en el cuello así que nos alarmamos, interrogamos ferozmente a la señorita Espiridiona pero ella solamente se dedicaba a decirnos que no era nada de que alarmarse. En todo caso, no caímos en el sugestionado miedo y tuvimos que creerle.
En los siguientes días fueron apareciendo pequeñas heridas por todo el cuerpo como herida de alfiler. Hicimos conjeturas acerca de esos rituales que se hacen con muñecos donde se le entierran alfileres, concluimos que el vudú era improbable. Intenté tranquilizar a mi esposa diciéndole que no era nada grave, que estábamos sugestionados y que la señorita Espiridiona era una buena niñera.
Un trágico día el mundo dio un vuelco, encontramos a la señorita Espiridiona con María en brazos llorando profundamente, el acento cubano no nos permitía saber qué era lo que murmuraba entre sollozos. Cuando nos dimos cuenta que María estaba muerta quisimos arrancarnos las carnes y los ojos pero respirando para intuir qué era lo que había pasado pude escuchar a la señorita Espiridiona lo que balbuceaba: —No llegué a tiempo. No pude succionarle todo el veneno. Y le quitaba espuma de la inerte boca de María. Para nosotros sus palabras no tenían sentido. La policía se la llevó y estará en la cárcel el resto de sus días.
Hoy que la tristeza ha pasado puedo observar que Fausto no resintió la muerte de su hermana, es más parece más desenvuelto, incluso feliz. Es un niño, (nos consolábamos) no sabrá lo que sucedió.
Hoy juega con dardos, nos sorprendemos de lo certero que es con el blanco, casi un experto, el gato del vecino se pasea a unos metros de él cuando de la mano de Fausto sale un certero dardazo que se entierra en la carne peluda del felino, apenas alcanzamos a llamarle la atención ante tan horrorosa travesura cuando el animal cae fulminado, escupiendo espuma de la boca…
Me encanto el cuento Raúl. La manera de describir a su suegra y como en algún momento del relato, ella permanece en su mente constantemente y los cómicos adjetivos que usa.
ResponderEliminarSólo que siento que se habla poco de Fausto antes de convertirlo en homicida.
Me gustó elritmo, fresco y divertidisimo.
Saludos
Fran
Raúl, no sé si leas los comentarios de este sitio, pero ahí va el mío:
ResponderEliminarTú cuento me parece interesante, tiene trama y el final no se espera, pero (aquí va el indeseable "pero") siento que le falta algo, tal vez sea un poco más de suspenso, dado el trágico y cruel final, un poco más de ritmo, no sé, algo le falta. Aun así es bueno.
Raúl, leí tu ensayo sobre Murakami en Acequias 50 y me gustó bastante, de hecho no encontré algo que me impidiera seguir leyendo, cosa que si me pasó con tú cuento de Fausto, al que le encontré sabor despues de los primeros tres párrafos.
El texto sobre Murakami se me hizo muy padre desde las primeras líneas y me llamó tanto la atención que lo leí de un tirón; no me ocurrió lo mismo con "Fausto juega a los dardos". Tal vez hayas trabajado y editado más el ensayo sobre la obra del escritor japones.
Desde hace tiempo que noto algo en los escritores regionales y es que escriben ensayos y artículos bastante profundos y muy amenos, sin enbargo, al escribir narrativa, sobre todo cuento, sus creaciones se sienten muy insipidas, sin el mismo sabor, sin el mismo sazón que le dieron a sus textos períodísticos o de análisis personal.
Este es mi comentario, Raúl; espero no te incomode ni moleste; solo es mi humilde opinión.
Saludos.